Apagar y Encender por Cristián Warnken

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«¿Qué sucedería al cabo de varias horas y días de desconexión digital total? ¿Reaccionaríamos como un adicto al que le han quitado la droga o nos arrebataría un júbilo al vagar de cara al viento, sin prisa ni pauta?…».

 

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¿Y si un día de estos apagamos el computador, dejamos de contestar los mensajes interminables que nos llegan desde el WhatsApp, tiramos el celular al fondo del clóset entre los calcetines huachos y nos regalamos a nosotros mismos unas vacaciones de tiempos muertos, de horas vacías de información?
¿Y si nos hacemos invisibles a todos los que nos buscan, nos interpelan, nos ofrecen, nos controlan, nos roban los valiosos minutos de silencio y vacío que son el verdadero hábitat de eso que alguna vez se llamó «ser» o interioridad o alma?

¿Qué sucedería al cabo de varias horas y días de desconexión digital total? ¿Reaccionaríamos como un adicto al que le han quitado la droga o nos arrebataría un júbilo al vagar de cara al viento, sin prisa ni pauta?

Una bocanada de aire fresco, una epifanía -tal vez- nos asaltaría en cualquier esquina. Se apagarían nuestras redes, nuestros contactos, pero se encendería otra vez la vida, nuestra vida en la tierra. Eso que Hermes le regaló a Ulises cuando arrancó un puñado de hierba y se la dio como antídoto contra las hechiceras y que Homero llamó por primera vez physis (naturaleza).

7e90971834ce324a1ee69eceb14b38d6Entonces volvería a aparecer el «aquí», un aquí irrepetible y único, poroso, lleno de texturas, olores, sonidos, rostros que nos asaltan, nubes deshilachadas que nos distraen, el canto apasionado de un zorzal, calles en las que podemos perdernos porque ningún guía virtual nos conduce, instantes que desfilan ante nosotros y se nos escapan, huidizos y juguetones, porque ya no podemos atraparlos en una selfie o en Instagram.

Y volveríamos otra vez a la orilla del mar a mirar con atención plena el devenir de las olas, ninguna igual a la anterior, enfrentados al graznido inquietante de una gaviota que se amplifica en un día abierto, o a los gritos de júbilo de un niño ante su castillo de arena.

Me preocupa saber cuántos de nosotros resistiríamos un mundo donde no habría mensajes de texto, sino hojas que caen, árboles en el invierno que se desnudan y hablan en un lenguaje que ya olvidamos descifrar hace mucho tiempo.

¿Aceptaríamos darnos cuenta de que somos analfabetos de aire, de luz, de silencio, ignorantes del alba o del crepúsculo? ¿Podríamos soportar otra vez vivir en un mundo de opacidad, secretos, misterios, y no en el panóptico de la total transparencia dentro del cual estamos hoy atrapados, creyéndonos libres?

De pronto, tener que volver a la casa familiar y sentarse todos de nuevo a la mesa, estar obligados a conversar o a sostener la tensión de un silencio sagrado, mirar el rostro del padre, la madre, el hermano que habíamos olvidado, volver a experimentar la inquietante proximidad de los cuerpos y las almas, no poder ya ausentarse, no poder dejar de estar ahí.

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Habría que aprender otra vez los nombres propios de las cosas, porque la información ya no estaría disponible afuera y habría que ir a buscarla, en una aventura nueva, llena de riesgos y sorpresas. Y detenernos ante cada flor para preguntarle su nombre. Sentir otra vez nostalgia de realidad, esa que habíamos ocultado detrás de la fría malla que interpusimos entre nosotros y las horas. ¡Ah, volver a oler la fragancia de lo inútil y lo gratuito! Y repetir el viejo mantram de Heráclito: «Espera y hallarás lo inesperado».

Tomar una hierba de verano y cerrar los ojos, y aspirar en ella toda una infancia que perdimos cuando expulsamos el asombro de nuestro jardín. Volver a meter las manos en la tierra, volver a embriagarse de aire. Todo eso podría ocurrir si apagamos el computador, el celular, por horas, días, y abrimos las ventanas intempestivamente como extranjeros, como astronautas en nuestro propio planeta para descubrir que el mundo todavía estaba ahí. «Ahí», «aquí», qué palabras tan mágicas, tan poderosas, en estos tiempos de anestesiamiento general, de tantos nativos (dementes) digitales que no saben que los árboles están ahí para abrazarlos y que en su corteza uno escribe su propio nombre y el de la persona que ama.

Fuente: El Mercurio