Dos mujeres chilenas que a través de su vocación, dedican sus años al servicio de los más necesitados

La experiencia extrema de una doctora chilena en Zambia

image-1-e1414005511236-650x487

Olivia Hernández cumplió once meses como la encargada de maternidad una tribu africana,  en el  hospital de Sichili, en Zambia. A varias recién nacidas las han bautizado con su nombre. Desde Sichili, donde hace un voluntariado, cuenta cómo es trabajar sin insumos ni recursos.
Olivia Hernández Bellolio tiene 26 años, es médico general y el relato que hará a continuación se ubica entre la crudeza de la miseria y la inclemencia de la agonía. Antes de eso, hay que saber que Olivia acaba de cumplir once meses como voluntaria en el hospital de Sichili, en Zambia, y que el recinto es apenas una casona administrada por tres monjas indias. En él se atiende a 30 mil personas.
Pese a que la doctora sabe cómo enfrentar la muerte de un paciente, ver cómo un niño pierde la vida es algo que la sigue estremeciendo. «Los padres traen a sus hijos por lo general en muy malas condiciones, llegan a pie por pésimos caminos. La mayoría camina descalza durante horas, incluso días. La primera causa de mortalidad infantil en este país es la malaria severa. Sin tratamiento oportuno, la muerte es inminente. Nos damos cuenta cuando eso va a pasar: los niños llegan débiles, inconscientes y ni reaccionan a los pinchazos. Se apagan como velas».

-¿Qué se hace ante algo así?

«Hay que armarse de valor y dejar de lado los sentimientos. Yo los abrazaría, pero hay que actuar rápido, proporcionarles el tratamiento y hacer todo por salvarlos. Muchas veces no hay sangre para transfundirlos o simplemente llegaron demasiado tarde: al ponerlos en la camilla, fallecen. Es desgarrador para el equipo médico. Darles la noticia a los padres es muy difícil».
Olivia salió del colegio The Grange y estudió medicina en la Universidad del Desarrollo. Al egresar, en 2013, postuló a Africa Dream. La fundación la envió por un año a Zambia, donde conviven 73 tribus. Una de las cuatro grandes es la de los lozi.
Allá, las enfermedades infecciosas más comunes son malaria, tuberculosis, rabia, filariasis, esquistosomiasis y sida. La mortalidad infantil es alta, en Sichili no hay agua potable ni caminos, internet no existe, y cuando Olivia saca su celular, decenas de niños la rodean para tocar la pantalla.
En realidad, los pequeños curiosean todo, explica Olivia. «Es impresionante verlos jugar felices, por horas, solo con un palo. Son ingenuos y puros, el día para ellos es una aventura, bailan y se emocionan con la lluvia, porque saben que con ella comienza la vida», relata y muestra un video en el que se ve a cuatro niños chapoteando de alegría en un lodazal. Es el patio de su casa y cae la primera lluvia de la temporada.
Los lozi son polígamos. Las casas, de adobe y techos de paja, se reparten alrededor del jefe del clan. Respetan ante todo a los antepasados, porque como la expectativa de vida anda por los 40 años, los ancianos son muy pocos. El contraste con las ciudades es fuerte. En la capital, Lusaka, donde Olivia tuvo que validar su título ante el ministro de Salud, hay malls y circulan autos de lujo. En Sichili, en cambio, «yo uso mi pelo suelto y los niños que caminan al lado mío no tienen, se les cae por desnutrición», comenta y detalla que hace 50 años las tierras en Zambia fueron saqueadas y su gente humillada. Por eso «los blancos son respetados y temidos», aunque los aldeanos se acercan a recibir el cariño de los «makúa doctors» -doctores blancos-.

10390907_10152286726336656_7043654189208004604_nAl Sichili Mission Hospital los insumos llegan una vez al mes, los recursos casi no existen, a veces se corta la luz o se escapa un paciente. La doctora Hernández ha aprendido a echar mano al ingenio, «a amarrar por aquí, atornillar por acá, improvisar con lo que haya», pero advierte que «la medicina no tradicional de acá es peligrosa: llegan pacientes muertos, intoxicados con hierbas».

Las dos visitas chilenas que ha tenido esta voluntaria han sido también para trabajar. Su mamá, la nefróloga Teresa Bellolio, fue a verla en agosto pasado. «Fue una bomba de cariño, ánimo y energías que me duran hasta hoy. Ella seguía mi rutina, nos levantábamos juntas, nos bañábamos con agua fría con tarros y partíamos al hospital. En Chile, de seguro volveremos a trabajar juntas», dice y adelanta que su idea es continuar en la salud pública y obviamente volver un día a la aldea.

La segunda visita llegó en diciembre. Se llama José Tomás Reyes, también médico, es el pololo de Olivia y fue como voluntario. Los otros chilenos que llegaron allá en febrero del año pasado son los doctores Antonio Robert y Antonia Mena.

Olivia es la encargada de maternidad. A varias recién nacidas las han bautizado con su nombre. «La tradición lozi dice que cuando se les cae el cordón umbilical se les puede poner nombre a las guaguas. Hace unos meses nacieron unas gemelas por cesárea. Las recibí casi muertas, moradas, sin respirar, con latidos aislados», recuerda. Pero les dio reanimación y sobrevivieron. Cuando se le cayó el cordón a la primera, le pusieron Olivia. Y a la segunda la llamaron Teresa, por su mamá.

-¿Algo que la haya marcado?

«Nuestro primer paciente pediátrico desnutrido fue Myanga (5 años). Llegó en brazos de una mamá ciega, descalza, con ropa raída. Atrás venía su hermano Johnny (8), con una guagua en su espalda (la hermana menor, Beauty, de un año). Más atrás, arrastrándose con las manos por el suelo, el papá, que no tenía piernas, porque tuvo poliomielitis en su juventud. Johnny era el jefe de esa familia, lo veíamos desde temprano cuidar a su hermano hospitalizado, lavarlo, cambiar las sábanas, cocinarles a todos. En las tardes dormía en el suelo, en una esquina de la sala. Habían vivido de allegados donde unos amigos, pero los habían echado. Venían caminando desde hace días, con nada más que un par de ollas, y Myanga estaba crítico, sin fuerzas ni para abrir los ojos».

Myanga se recuperó luego de unos meses, pero Johnny no podía seguir viviendo una vida de adulto. Lo mismo ocurría con Florence, una niña de 9 años que cuidaba a su mamá con sida avanzado y desnutrida. ¿Qué hacer con todos ellos? Las doctoras les consiguieron matrícula en la escuela a los tres niños y les compraron útiles y uniformes. El 8 de septiembre entraron a clases. Celebraron juntos Navidad y Año Nuevo. «Son nuestro orgullo», declara Olivia, quien ahora es una especie de jefa de obra de la casa-ruca que les están construyendo especialmente a ellos y acondicionada para sus padres, una mujer ciega y un hombre sin piernas.

Giannina Richeda, enfermera chilena de Médicos Sin Fronteras

file_20130109094612

Lleva diez años participando en misiones en países en conflicto, abatidos por catástrofes naturales o de escasos recursos. Con su experiencia busca promover esta labor.
Acaba de terminar una misión de tres meses en Suazilandia, al sur de África, en donde trabajó con pacientes portadores de VIH y tuberculosis. Antes estuvo en el Congo, en Sudán, en India, en Angola, en Yemen, en Haití… Una decena de lugares remotos y, para muchos, desconocidos forman parte de la bitácora de viaje de la enfermera chilena Giannina Richeda, quien ha dedicado los últimos 10 años de su vida a labores humanitarias en diversas partes del planeta.
Una vocación que comenzó en Santiago, tras el terremoto de 1985, cuando se introdujo al mundo del voluntariado para hacerse cargo de un programa de cooperación internacional que se implementó en Conchalí. Desde ahí no paró.
A través de diplomados en salud mental, gestión de servicios de salud y maestría en salud pública, fue adquiriendo la formación necesaria que la llevaría luego becada a Canadá, en donde realizó su capacitación total en emergencias, catástrofes y conflictos.
Así llegó a Médicos Sin Fronteras (MSF), hace cinco años. «Siempre había querido trabajar ahí. Tenía experiencia con otras organizaciones de Naciones Unidas y la Cruz Roja canadiense, con las que había estado en Angola y en Irak, por ejemplo, que fue mi primera misión en el exterior», cuenta de visita en Chile, antes de su próximo destino.

¿El siguiente? «Puede ser Sierra Leona -uno de los países afectados por la actual epidemia de ébola- o Mozambique. Aún no se sabe».

Experiencia excepcional

Radicada en Italia, volvió recién al país en 2012, después de quince años fuera. Y ahora lo hace de nuevo, por un mes, para visitar a la familia -aquí viven sus tres hijos y dos nietos-, a los amigos y participar en charlas, como la que dará hoy en el Colegio de Enfermeras, para incentivar la participación de más chilenos en este tipo de labor.
«MSF tiene como misión responder a las necesidades médicas y sociales de las personas en situaciones de contextos críticos o en conflicto. Es una experiencia profesional y personal excepcional, que puede ser muy difícil y con muchos riesgos, pero que vale la pena», dice, convencida.
Y lo sabe de primera fuente: en el Congo vio peligrar su vida al ser atacada por un soldado rebelde bajo los efectos del alcohol; desde Yemen tuvo que salir bajo escolta porque sufrió amenazas de secuestro, y en Sudán estuvo a punto de morir a causa de tifus y hepatitis. Eso, sin contar que en muchos lugares deben vivir en condiciones precarias, sin agua, sin luz, expuestos a animales salvajes o a los riesgos de desastres naturales o situaciones de guerra.

file_20130109094619

«Ha habido varias situaciones en que he tenido preocupación por mi vida y miedo. Pero creo que las he manejado bien. Nos preparan para eso. A pesar del riesgo, no he dicho ‘nunca más’; uno busca entonces destinos más pacíficos, donde no haya evacuaciones ni bombardeos, pero luego vuelve a lo mismo».

La coordinación, la comunicación y la colaboración del equipo son fundamentales para el buen trabajo en terreno. De ellos va recibiendo apoyo emocional mientras se vive al límite.

«Hay situaciones que son muy dramáticas -como la misión en Irak, donde tenía que rescatar a niños del trabajo infantil; en Yemen, con una alta mortalidad materna o en sitios en guerra donde la violencia sexual a las mujeres es un arma más-, pero hay que mantenerse fuerte emocionalmente. Y evitar quebrarse delante de las personas a las que estás ayudando».

Después de esos casos, el contacto con la familia es una pausa que da tranquilidad, y el apoyo que ellos le han dado todos estos años es invaluable. «Personalmente decidí que por un período iba a entregar la mayor cantidad de tiempo posible a esta causa. No me he arrepentido de las decisiones que he tomado hasta ahora, y estoy muy contenta con todo esto».

Si algún día te motivas a vivir una gran experiencia como ésta entra a http://africadream.cl/ y http://www.msf.org/

Fuente: El Mercurio