Las Tradiciones de fin de año no son algo que se siga porque sí

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Si comer pavo o no en la cena de Navidad, cuándo entregar los regalos o con quién compartir son parte de las tradiciones de las fiestas que no son iguales para todos. La mayoría se hereda, pero muchas se pierden por falta de interés o de creencias. ¿Por qué estas son importantes? Y, al mismo tiempo, ¿por qué se debe respetar a quienes deciden romperlas o simplemente no seguirlas? Aquí se intentan algunas respuestas.  

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No se trata de una cosa de creencia, sino más bien de pura tradición. Algo que se hereda y que, muchas veces, no se tiene claro por qué se sigue, pero que finalmente no se puede dejar de realizar.

«Todas las acciones de tipo tradicional constituyen normas o creencias que hemos recibido y sobre las cuales no tenemos una idea exacta de su origen. Se tienen como parte de la herencia social y familiar», explica Luis Gajardo, académico de la Escuela de Sociología de la Universidad Central.

Por ello la reacción más natural frente a ellas, continúa, es aceptarlas. «Desde niños las hemos internalizado, convirtiéndose en parte integral de nuestra identidad. Por eso cuando no se siguen, muchas veces pueden aparecer sentimientos de culpa por no estar haciendo lo mismo que la cultura a la que se pertenece».

 

La familia como centro

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Si bien en Chile desde siempre se ha celebrado la Navidad, la forma de hacerlo ha cambiado mucho con el tiempo, dice Olaya Sanfuentes, académica de la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política de la Universidad Católica. «En el siglo XIX el sentido que tenía la celebración de esta fiesta era más genuino, el del ser chileno, de la sociedad tradicional campesina. Lo que se celebraba era la renovación cíclica de las cosechas y del espíritu, por lo que se regalaba lo mejor de sí mismo», explica.

Pero con la llegada del marketing, las usanzas de Estados Unidos y Europa y, por sobre todo, del Viejito Pascuero, todo comenzó a cambiar.

Mauro Basaure, sociólogo de la Universidad Andrés Bello, explica que hoy la Navidad tiene tres dimensiones: la religiosa, la familiar y la mercantil. «Cada una es independiente y muchas veces entran en conflicto por tratar de imponerse una sobre la otra», dice.

«Lo interesante, y al contrario de lo que dicen los que reclaman por la pérdida del verdadero sentido de esta celebración, es notar que si la fiesta fuera puramente religiosa no sería tan masiva, porque actualmente cada vez son menos los católicos que siguen participando de la misa», opina. «Por eso la dimensión familiar y también mercantil hace que se vuelva más universal».

«Valoro qua sea una cita familiar, ya que es una de las pocas que tenemos en Chile. Si se compara con otras, nuestra celebración es con la familia, pero al mismo tiempo pública, mientras que en otros países, como Alemania o Francia, es ciento por ciento en la casa», dice Mauro Basaure.

Luis Gajardo coincide. «El mundo impersonal en el que vivimos queda superado por esta fiesta tan familiar. Es un espacio que se aprovecha para compartir y expresar afecto. Se constituye como una especie de refugio protector donde incluso los que nunca están aparecen», opina.

 

La dimensión mercantil de la Navidad actual otorga una especie de justificación al gasto exagerado, opinan los especialistas. Ello, más que quitarle el sentido o no a la fecha, puede provocar otro tipo de problemas, como el estrés de no conseguir lo «adecuado» o de sobreendeudarse.

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 Evolución del sentido

Hasta principios del siglo pasado, la celebración de Navidad en Chile era algo totalmente distinto a lo que se vive hoy. La gente festejaba fuera de sus casas, por días enteros, comiendo y tomando como si estuviera en un carnaval.

Olaya Sanfuentes, historiadora de la Universidad Católica, cuenta que las fiestas se vivían en forma transversal, donde hombres y mujeres que solían estar en ámbitos separados se juntaban, al igual que los niños, los que no tenían el papel protagónico de hoy.

Una de las razones para esto último era el concepto del regalo. Como la celebración estaba concentrada en el mundo rural, lo que se festejaba era el cambio de ciclo y de las cosechas y solo se regalaban pequeñas cosas como frutas, flores o pequeñas cerámicas.

El entorno también era distinto. «La celebración comenzaba nueve días antes de Navidad y duraba hasta el 6 de enero. Se centraba en ramadas o espacios públicos donde se cantaban versos al Niño Dios, pero con borracheras de por medio», cuenta.

También había adornos, pero no como los de ahora. «La gente competía con sus pesebres y no había que ser millonario para hacerlo. Eran especies de cuevas de cartón que se pasaban de generación en generación y les iban agregado cosas», cuenta. «En vez de pinos, se adornaban los damascos o los árboles que había en los jardines, se colgaban farolitos chinescos y banderitas en las calles, y en los puestos ubicados en la Alameda se vendían máscaras, entre otras cosas».

La comida era toda muy chilena. «Mucha fritanga, helados o refrescos con ‘malicia’ y empanadas», termina. Y todo se comía en la calle.

 

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Fuente editada de : El Mercurio