Dale la mano al Principito

Fue allí donde Antoine de Saint-Exupéry, piloto de guerra y célebre escritor francés, encontró al Principito; fue también allí que comenzó a entender de zorros y de rosas, de volcanes y faroleros. Un lugar particular, desconocido y fascinante, como puede llegar a ser un descubrimiento casual, inesperado y singular. Especialmente si se ha arribado desde un planeta como la Tierra, donde imperan modos, usos y consignas fatigados; luces y colores dispersos; ambientes sesgados y excluyentes.

Principito (2)

Acá, en el asteroide B612 -en cambio-, el aire que se ofrece para respirar huele a flores silvestres, a campos vírgenes, a volcanes mansos y a faroles siempre encendidos. Allí todo busca la inclusión y el encuentro. Ahí todo está poblado de significaci
ones valederas, de imanes y pendientes que impulsan al reencuentro de anhelos, a veces desconocidos pero verdaderos.

Por eso es que Saint-Exupéry (1900-1944) decidió instalar su bello relato en este espacio pequeño pero suficiente para proyectar sus sueños y transformarlos -mágicamente- en una vivencia real y tangible, aun sabiendo que ello era como pretender la coincidencia de astros lejanos que navegan esferas distantes y divergentes.

Difícil tarea que, sin embargo, no parecía representar un gran problema para el Principito, más allá de confirmarle sus ideas acerca del hombre y sus pobres afanes, casi siempre inútiles.

Se trataba, entonces, de un pequeño reino donde las consignas estaban desprovistas de cualquier carga adversa, de toda significación disolvente, de alguna mirada torva o censuradora. Era un Principito instalado en su asteroide, tan mínimo y desprovisto, que bastaban dos pasos para atravesarlo y alcanzar la otra orilla, sin complicaciones ni amarres innecesarios o superfluos. Solamente lo esencial y lo definitivo; aquello por lo cual no habría que avergonzarse jamás.

En el mundo de la fértil imaginación de este celebrado aviador, a bordo del asteroide B612 vieron la luz sentimientos hermosos y generalmente escasos, en los que el significado profundo de la vida humana pasaba por el despliegue del amor como motor absoluto, y dónde ese amor se hizo sinónimo de compromiso, y dónde el compromiso era decir fidelidad; y no cualquiera, sino una sin fronteras.

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En estos días, el mundo conmemora setenta años desde la primera publicación de «El Principito» (1943), la obra cumbre de Antoine de Saint-Exupéry, que ha llegado a ser el libro más vendido y más traducido de todos los tiempos, luego de la Sagrada Biblia. Al promover estas festividades, ciertamente, se ha querido reconocer el maravilloso aporte de sus pocas páginas y algunos dibujos realizados por el mismo autor, que -desde la fecha de su nacimiento editorial- ha conquistado el alma de grandes y chicos, en los cuatro confines.

Su plena vigencia y su nostalgia evocadora se muestran hermosamente en este ruego final que nuestro aviador dirige a quien pudiera visitar algún día el asteroide B612: «…si hay allí un niño, si tiene cabellos de oro, si ríe, si no responde cuando se le interroga; entonces no me dejéis triste. Escribidme enseguida y decidme que ¡el Principito ha vuelto!».

 

 

 

 Articulo de El Mercurio por Rodrigo Serrano